La quiebra de entidades bancarias como el Banco Crédito Agrícola de Cartago y el Banco Anglo Costarricense, que en su momento generaron préstamos a empresarios sin garantías, representa una alerta de la fragilidad en el sistema bancario costarricense. A estos hechos se suman acusaciones graves como las que hizo la ex presidenta del Banco de Costa Rica, Paola Mora, sobre el supuesto lavado de dinero para financiar campañas políticas. Con estos antecedentes, surge una pregunta clave: ¿El régimen de operación de las cooperativas (ROPC) y el Fondo de Capitalización Laboral (FCL) en la banca costarricense pueden estar siendo utilizados como un mecanismo para encubrir prácticas de corrupción e inyectar capital que tape la fuga de recursos?
La historia de la banca costarricense está marcada por escándalos de corrupción, donde las malas prácticas no solo han afectado la estabilidad de las instituciones, sino que también han impactado directamente en los ahorrantes del país. La quiebra del Banco Anglo en 1994, debido a una política de créditos irresponsable, y el Caso Cementazo de 2017, en el que el Banco de Costa Rica otorgó un crédito millonario en circunstancias sospechosas, son solo algunos ejemplos de cómo las malas prácticas financieras han quedado al descubierto. Sin embargo, la cuestión ahora va más allá de los casos individuales, ya que la estructura misma del sistema financiero y su falta de supervisión podrían facilitar el encubrimiento de actos ilícitos.
El caso del Banco Crédito Agrícola de Cartago (Bancrédito), que fue liquidado en 2017 tras una serie de problemas financieros y administrativos, dejó en evidencia la falta de control dentro de las entidades financieras estatales. Los intentos del gobierno de sanear las finanzas del banco fueron insuficientes, lo que llevó a su cierre definitivo. A pesar de ser una institución estatal, la falta de transparencia y la posible mala gestión de sus recursos no impidieron que la debacle financiera afectara a miles de clientes.
En este contexto, instituciones como el ROPC y el FCL podrían ser vistos como posibles «herramientas» para inyectar liquides y ocultar malas prácticas dentro de la banca nacional. Si bien estos mecanismos están destinados a fomentar el ahorro y proporcionar beneficios a los empleados, también podrían ser utilizados como un medio para desviar recursos o encubrir transferencias irregulares de dinero. La falta de controles rigurosos sobre estas entidades puede generar dudas sobre la transparencia de los fondos que manejan, especialmente cuando se vinculan con cooperativas y financieras en crisis como Coopeservidores.
El colapso de Coopeservidores en 2024, tras ser declarada inviable por la Superintendencia General de Entidades Financieras (SUGEFIN), es otro ejemplo de cómo las cooperativas de ahorro y crédito pueden verse envueltas en prácticas irregulares. Con pérdidas acumuladas y un proceso de liquidación que incluye la venta de activos, surge la pregunta sobre la influencia que actores externos pudieron haber tenido en la toma de decisiones que llevaron a esta situación.
Así, la posibilidad de que el ROPC y el FCL estén siendo utilizados para «esconder» actos de corrupción dentro de la banca costarricense no debe tomarse a la ligera. La falta de controles internos, sumada a la histórica ausencia de medidas efectivas para prevenir el lavado de dinero y el desvío de recursos, crea un terreno fértil para que prácticas fraudulentas continúen bajo la superficie de operaciones aparentemente legales.
Ante esta realidad, la sociedad costarricense y los reguladores financieros deben exigir una revisión exhaustiva de estos mecanismos, así como de las entidades involucradas en su manejo, para garantizar que no se repitan los errores del pasado y evitar que el sistema bancario se convierta en un refugio para la corrupción. La transparencia y la responsabilidad son esenciales para restaurar la confianza en el sector financiero del país.
Opinión de Gerardo Ledezma.