La batalla entre la luz y la oscuridad, el derecho natural y la necedad humana

Aunque no esté escrito, el derecho natural no es una filosofía: es la descripción del conocimiento entre lo bueno y lo malo. Es entender que quitarle la vida o la propiedad privada a alguien está mal. Es entender que dejarse llevar por las emociones y afectar a terceros está mal.

Por eso me llama la atención la advertencia de aquel hombre que dijo: «A lo bueno lo llaman malo, y a lo malo lo llaman bueno«. Y es que no se trata del monoteísmo, sino del acuerdo entre seres humanos para vivir en paz.

El derecho natural, aquel que utilizaban los ancianos de las tribus indígenas, es hoy opacado y tratado de eliminar por nuestra sociedad. Antes, los ancianos eran respetados; hoy, se atrincheran en cargos públicos para seguir acumulando poder y riqueza, incluso cuando su tiempo está por terminar. Su pasión por acumular les robó la vida y afectó a otros menos afortunados.

En esta batalla, el ruido reside en el silencio de la gente buena, víctimas y cómplices de la corrupción y del crimen organizado. El comportamiento deontológico de jueces, abogados, periodistas, médicos y farmacéuticos se ha visto apagado, como si alguien hubiera bajado un interruptor. Aquellos que antes eran faros guías y protectores de la paz social hoy parecen haber sido reclutados por el hampa.

El auto-sabotaje ético y moral se ha convertido en un condicionamiento hacia la gratificación inmediata. Mientras tanto, el crimen organizado, el narcotráfico y la política sucia lavan dinero. Empresarios evasores de impuestos financian campañas políticas que dividen a la sociedad mientras saquean los impuestos de las arcas del Estado. Los ciudadanos, egoístamente, nos entretenemos en nuestras propias pasiones, sin importar cómo están el vecino, la familia, la comunidad o el país. El individualismo nos aísla como factor social.

Hoy, el pueblo ni siquiera comprende que los medios digitales que buscan hacer un contrapeso social necesitan recursos económicos para sobrevivir y aún más para crecer. Al contrario, algunos comerciantes buscan sacar provecho; eso no es apoyo, es oportunismo.

El país necesita ponerse de acuerdo, necesita lograr mayorías y traer a debate público los asuntos más importantes. Por eso, desde el primer día, nuestro mensaje ha sido: «La ausencia del debate es la presencia de la corrupción«. Como sociedad, nos mantienen entretenidos con los dimes y diretes de ambos bandos, que sirven al mismo amo. Nos interesa más el chisme como sociedad.

Cada día nuestra sociedad es golpeada por sicarios. Pero no hablo solo de aquellos que usan armas y pasamontañas para cobrar vidas humanas brutalmente. Hay otros sicarios aún más peligrosos: los que saquean millones mediante contratos que ponen en riesgo vidas humanas, desde la calidad de las carreteras hasta la ausencia de equipos en hospitales. Hoy, muchas vidas no logran nacer; hoy, muchas personas viven mal o pierden la vida antes de tiempo. Nuestras calles se han convertido en un «sálvese quien pueda», y la violencia sigue aumentando.

A veces es prudente apagar la luz y hacerse a un lado, dejando que la gente buena pero egoísta sea víctima de sus propias consecuencias. Porque aquí no existe el «luchamos juntos», por eso nos joden por separado.

¿Cuántas personas han perdido todo por préstamos que no podían pagar? ¿Cuántos han perdido la vida por falta de educación o el apoyo de sus padres desde pequeños? ¿Cuándo dejamos que nuestra educación se convirtiera en un sistema de adoctrinamiento?

¿Por qué hablamos de adoctrinamiento? Porque antes los ciudadanos aprendían la Constitución Política desde la escuela. Los recursos públicos se utilizaban para formar ciudadanos íntegros, capaces de ejercer una educación cívica. Hoy, las nuevas generaciones son incapaces de entender la diferencia entre vivir en libertad y vivir en dictadura. Nuestro sistema educativo solo produce mano de obra calificada: esclavos sin educación financiera para emprender ni ser sus propios jefes. Solo se educa para ser un eslabón más de una cadena que acorrala los derechos humanos universales.

El globalismo, aquello que antes consideraba teorías de conspiración, hoy lo identifico como prácticas de corrupción. Estas prácticas, mal llamadas progresistas, no son más que el mismo socialismo de Asia del Siglo XXI, donde la Agenda 2030 ya funciona. Allí se ha eliminado el dinero físico, el Estado concentra todo el poder, existe control social, y el crédito social determina el acceso a derechos. No hay libertad de empresa, y la libertad de movimiento está sujeta a autorización. Esto recuerda al muro de Berlín, que separó familias.

No, no es posible hacer periodismo libre e independiente sin apoyo ni recursos. Los grandes medios han caído, mientras otros cumplen agendas ocultas para sobrevivir. Si el pueblo no financia un medio, el pueblo no tiene medio. Los que intentamos resistir estamos destinados a cerrar.

Por otro lado, se le convence a las personas de que las redes sociales sirven para «despertar». Claro que sirven, pero solo si entendemos cómo funcionan los algoritmos. Las redes segmentan por intereses, y no será hasta que el país tenga suficiente gente «jodida» que realmente se interesará en lo que ocurre. La responsabilidad social parece estar en el baúl de los recuerdos.

Hoy nos modifican el lenguaje. Al genocidio lo llaman «reducción de la población mundial». A la privatización, «tercerización». Aunque suene más elegante, sigue siendo lo mismo. Pero por decir esto, alguien se sentirá ofendido. Qué débil, irracional, egoísta e individualista se ha vuelto nuestra sociedad.

Al final, encubrimos nuestra pereza y falta de empatía con excusas: «No te entiendo», «No me interesa», «Estoy ocupado», «Ese mae solo quiere hacer plata», o «Es un pensionado de lujo». Lo cierto es que informarse y entender lo que ocurre en el país no es cuestión de cinco minutos. Ser ciudadano requiere inversión diaria. «Asumimos la responsabilidad o asumimos las consecuencias».

Ya hay muchos países que han pasado por esto: Cuba, Venezuela y Nicaragua. Ya sabemos cómo termina la historia.

Opinión de Gerardo Ledezma.

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