La Nación entra en Guerra

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NOTA: La siguiente nota es literal a la original, publicada el 11/07/2022 por Carlos Morales, en la sección de opinión, en Semanario Universidad.


Analizar los fenómenos históricos desde la perspectiva de los procesos que los engendran, es una forma mucho más eficaz de entender la historia, aunque seguramente después del maravilloso libro de Stefan Zweig (Momentos estelares de la Humanidad, 1927), los cánones académicos se vieron estremecidos por una narrativa más circunstancial, personalista y novelada.

Desde ese enfoque (llamémoslo procesal), el diario La Nación, que ha entrado en guerra con el gobierno actual, no es, para nada, el mismo que fundaron liberales socialdemócratas como Alberto Cañas, Jaime Solera, Ricardo Castro y Sergio Carballo, el 12 de octubre de 1946; ni tampoco el que lideró la oligarquía cafetalera, con Manuel Jiménez de la Guardia, hasta finales de los años 80. Es una entidad muy nueva, aunque conserve el mismo logotipo y quisiéramos a verla como si fuera lo mismo.

Ha corrido mucha agua por sus rotativas.

Por eso, esta confrontación se puede explicar de un modo muy diferente, al simple berrinche de un gobierno dolido tras la crítica electorera, o como un mero ataque autoritario a la libertad de expresión, campo en que los reclamantes de Llorente, y de la SIP, tampoco pueden sentirse muy cumplidores.

Pero vamos por partes y por procesos.

En los finales del siglo XIX, la rudimentaria prensa que existía en San José y Cartago respondía claramente a las facciones políticas que se disputaban el poder. Es decir, eran semanarios o panfletos ocasionales, que nacían a la sombra de la lucha electoral y, desde su primer número, declaraban que iban a apoyar la candidatura de determinado candidato, ya constitucionalista, liberal o católico.

En la “bronca” más brava, que ocurrió en 1889, La República se declaró esquivelista y La Prensa Libre rodriguista, y, por el estilo, todos los otros pasquines que nacieron y murieron ese mismo año. Lograron exacerbar de tal modo los ánimos campesinos, que la población se levantó con machetes y palos para defender el triunfo electoral de don José Joaquín Rodríguez y, en cierta forma, motivaron a don Bernardo Soto, entonces Presidente, a una honrosa dimisión para que no hubiera derramamiento de sangre. (El hombre que no quiso la guerra, Seix Barral 1981).

Eso no se va a repetir ahora. Por lo menos no por un parque sin entrada limpia.

Al tener cada diario una bandería clara, la gente sabía a qué atenerse, y nadie leería aquella vieja República, de Chente Quirós, pensando que era constitucionalista o católica, como después sí pasó aquí con los diarios del siglo XX; que tras la resaca de 1948 ocultaron su filiación y se proclamaron independientes, fieles al “periodismo objetivo” de la escuela estadounidense.

La verdad es que no lo fueron nunca, pero sí lo disimularon siempre. Y aunque La República y La Prensa Libre de los años cincuenta (siglo XX) eran liberacionistas, y La Nación ya se había vuelto opositora, aparentaron una neutralidad que mucha gente se creyó.

Todo esto tenía mucho sentido porque se enmarcaba en las reglas de la corriente objetivista del periodismo, que lo consideraba un servicio público, no partidario, aunque cada hoja tenía su sesgo.

Mientras La Nación estuvo en manos de la oligarquía cafetalera, el régimen interno de libertades era muy amplio y un director, como Manuel Formoso Peña, podía imponerle a los dueños la publicación de un artículo firmado por Daniel Oduber, su archi enemigo, o, en el caso de La República, que se publicara una foto de Bernal Jiménez, enemigo personal del dueño del diario, don Rodrigo Madrigal Nieto. Esto era posible en aras de la libre expresión, que con excepciones se daba de modo bastante amplio.

Aunque el “objetivismo” venía de los Estados Unidos, en ese país los diarios siguieron siendo proselitistas desde Jefferson, y mientras The New York Times apoyaba al Partido Demócrata, el Chicago Tribune era republicano, y así con los otros. El lector o votante, sabía a qué atenerse.

En Costa Rica, desde la noche de los cuchillos (7 de noviembre, 1889) y la guerra del 48, los diarios se apendejaron y disimularon sus pertenencias. Todos se declararon independientes. Y se lo creían.

En el fondo, la labor informativa era una concesión del estado (frecuencias electromagnéticas, pies de imprenta) y por eso las empresas creían cumplir con un servicio público dimanado del derecho humano a la libre expresión (art. 13).

En gran medida, los medios familiares del siglo XX no sentían afectados sus intereses con prestar ese servicio, pero ya de los años 80 en adelante, los propietarios de tales medios, convertidos en corporaciones, no eran más los rancios cafetaleros de Juan Viñas o Alajuela. Ahora asumían el poder sus hijos, nuevos ricos yupis, ligados a grandes consorcios con intereses económicos diversificados, adictos a las nuevas tecnologías y al juego de las finanzas en la Bolsa de Valores de Nueva York.

A estos nuevos gestores les vale un pito la libertad de expresión y el servicio público. Lo que importan son las utilidades, el crecimiento de los activos, la expansión, las buenas apuestas, los lujosos yates…Miami, Londres, París, New York.  Otra onda.

Ese panorama mediático es el que se encuentra el candidato paracaidista Rodrigo Chaves Robles, quien ajeno a todas las intríngulis locales, se da cuenta de que las gentes votarán contra todo lo viejo, y explota su indignación y molestia con una bandera anticorrupción y anti “prensa canalla”, que lógicamente lo despedaza con sus ataques electoreros por lo alto y por lo bajo.

Pero, Chaves gana, y ahora viene la cobranza. Él se comprometió a castigar a “la prensa corrupta” y no podía olvidarse del diario que lo desplumó como acosador sexual. Encima el gerente del diario ha dicho que el Parque Viva es el único flujo de ingresos que tienen como empresa periodística. Ni lerdo ni perezoso. Ahí va, intempestivo como es.

¡Qué cierren ese parque, de por si viene dando problemas hace rato!, ha de haber dicho el flamante Presidente.

¡Y se armó la guerra!

Chaves busca respaldos de última hora en vecinos y segundones, y La Nación le echa encima toda la maquinaria de la prensa canalla que es internacional y está asociada en la SIP y otras corporaciones afines.

Mas Chaves no está solo. Para armar su candidatura se había asociado con algunos empresarios del lado contrario al de los yupis y entonces soltamos aquí el nudo gordiano: bajo el falso escudo de la libertad de prensa, se integran los ricos, los reaccionarios y serviles, y, en el polo opuesto, los empresarios emergentes que tratan de surgir y odian a La Nación y alguno que otro izquierdista que piensa que Chaves es el hombre que va a cumplir el mandato de don Pepe Figueres: “la revolución en este país comenzará cuando alguien le prenda fuego a La Nación”.

La cancha está marcada para una gran final. El diario de Llorente tiene crisis económica, pero está aliado con Canal 7 y otros medios… Como también diría don Pepe: “lo bueno de todo esto, es lo malo que se está poniendo”.

Creo que no llegará la sangre al río… ¡Mandaría huevo que la revolución tica nos la venga a hacer un ex funcionario del Fondo Monetario Internacional o Banco Mundial, que es lo mismo!

Si el gobierno no le da publicidad, La Nación entra en boqueos y pataletas que ya andaba, y también le puede pedir cacao al gobierno, pues existe buen contacto entre empresarios. Son gatos del mismo techo.

Igual Chaves se puede poner simpático con ellos. No es cosa que le cueste. Les abre el parque, les cobra algo para la CCSS y aquí termina una guerra más tonta que la de Ucrania.

Lo que sí queda claro, es que el otrora intocable diario de Llorente se ha llevado un buen susto, el cual le va a durar por un buen rato para diversión del populacho.

Fuente: Semanario Universidad

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