Todavía no hace mucho tiempo, la palabra Woke [vinculada al concepto de Despertar] parecía propia del vocabulario de los campus estadounidenses, e incluso solo de los más radicales. Definía a un sector particularmente activo de los estudiantes norteamericanos, convencidos de ser unos cruzados de la justicia social, movilizados particularmente por las cuestiones de la “raza” y del “género” y dispuestos, fuera como fuera, a emprender un juicio definitivo contra el mundo occidental y más en particular contra el hombre blanco, que lo encarnaría en toda su abyección.
Este movimiento era conocido por su extremismo e incluso por su fanatismo, convencido como estaba, y sigue estando, de tener el monopolio de la verdad, de la justicia y del bien.
En 2019, Barack Obama lanzó una advertencia a esos estudiantes, en el sentido de que su pretensión de ser los “despiertos” (“woke”) en medio de una masa dormida, y los iluminados en medio de un pueblo sumido en las tinieblas del pasado, no podía más que multiplicar las tensiones en una sociedad ya muy polarizada. Aun siendo un hombre de izquierdas, seguramente Obama quiso recordar a esos espíritus juveniles que la naturaleza humana es problemática, y que el conflicto social no puede reducirse a un combate entre el bien y el mal.
En ciertos aspectos puede considerarse la ideología Woke como una nueva ola del movimiento de la corrección política, que desde los años 80 pretende descolonizar la universidad estadounidense y sus conocimientos acabando con la figura del Dead White Male [Hombre Blanco Muerto]. Había que prescindir de Homero, Platón, Aristóteles, Shakespeare y muchos otros porque su abrumadora presencia marginaba los conocimientos y las perspectivas minoritarias, con las cuales sería posible llevar a cabo una revolución epistemológica y política contra la civilización occidental. Había que imponer una nueva relación con el mundo.
En aquella época estaba bien visto reírse de todo esto y tranquilizarse repitiéndose uno mismo que tal moda estaba destinada a desaparecer. En París se creía, incluso, que semejante delirio no atravesaría el Atlántico. No fue así. En absoluto. Lo políticamente correcto se ha institucionalizado, multiplicando los departamentos y programas universitarios basados esencialmente en el rechazo a la civilización occidental. Ahora es la ley en la universidad estadounidense. La ideología Woke es el punto de llegada de este movimiento y ya nadie puede creer que sea marginal.
A partir de un momento dado, la cultura Woke salió de los confines del campus y se expandió por la vida pública en forma de epidemia ideológica. Más que eso. Se impuso en el corazón de la vida pública a ambos lados del Atlántico. Sus conceptos se han normalizado en el vocabulario mediático y en el discurso político y empresarial. Colonizan el imaginario colectivo o, al menos, sus expresiones autorizadas. Sus militantes se encuentran en puestos de responsabilidad incluso en el seno de la administración municipal y se han convertido también en sus cómplices y promotores. Impregna el lenguaje del management y de la publicidad.
Esta izquierda religiosa emerge en la vida colectiva bajo el signo del fanatismo ante una clase política que no sabe muy bien qué responder o cómo hacerle frente y que incluso siente la tentación de multiplicar las concesiones, sin comprender que no se encuentra ante un movimiento reformista que propone en el espacio público reivindicaciones razonables compatibles con la lógica democrática.
Todo el poder de la ideología Woke proviene de su manipulación orwelliana del lenguaje: sus teóricos y militantes se inventan una neolengua de la diversidad que funciona a modo de trampa ideológica. La estrategia de la cultura Woke es transparente, e incluso en algunos casos presume de ella: consiste en apropiarse de una palabra que sea objeto de reprobación universal y asignarle una nueva definición, de la cual afirmarán que cuenta con respaldo científico porque la habrán legitimado los militantes disfrazados de expertos que agitan los departamentos de ciencias sociales.
Los ejemplos son numerosos, ya se trate de racismo, de la supremacía blanca, de la discriminación o incluso del odio o del discurso del odio. Con demasiada frecuencia, comentaristas u observadores de buena fe se dejan engañar. Horrorizados con razón por la significación tradicional de estas palabras, no se dan cuenta de que ya no se refieren a la misma realidad.
Así, en la perspectiva Woke, el racismo ya no designa una ideología que aboga por la discriminación racial o la jerarquización de los grupos humanos según un criterio racial. Justo al revés, designa el rechazo a definir a las personas en función del color de su piel, y acusa de daltonismo racial a quienes no están dispuestos a admitir la racialización de las relaciones sociales. El colmo del racismo sería así el universalismo, que serviría de máscara para los intereses de la “mayoría blanca”. Aparentemente, ya no será obviando o trascendiendo la “raza” como se luchará contra el racismo, sino sobrevalorando la conciencia racial como forma primigenia de la identidad colectiva. El antirracismo que reivindica se convierte así en un racialismo sin complejos.
En cuanto a la supremacía blanca, ya no se refiere a movimientos como el Ku Klux Klan o a sus sucesores, sino a la estructura profunda de las sociedades occidentales. Así, en Francia, la extrema izquierda racialista asimila la laicidad a la supremacía blanca.
También afecta al concepto de discriminación. Para los Woke, la discriminación consiste en tratar a todo el mundo por igual. Y a la inversa: elegir a alguien -siempre y cuando se le considere racializado- en función del color de su piel no sería discriminatorio.
Por último, el odio sería en sentido único, unidireccional: solo la mayoría practica el discurso del odio, porque rechaza la forma en la que definen a las minorías los líderes -a menudo autoproclamados- que dicen representarlas.
Estamos así ante un sistema ideológico que funciona invirtiendo el significado de los conceptos que reivindica. Nos obliga a caminar del revés. Sería bueno, por higiene intelectual, proseguir largamente este ejercicio de análisis del vocabulario Woke.
Como ya se habrá comprendido, en el corazón de la ideología Woke es el hombre blanco quien encarna el mal absoluto. Radicaliza lo políticamente correcto, pasando de criticar al Dead White Male a criticar al hombre blanco vivo, quien, para poder ser reeducado, debe entregarse a una autocrítica permanente: una forma de expiación sin redención, porque las patologías constitutivas de su identidad estarían hasta tal punto inscritas en los procesos de socialización que lo definen que jamás podrá arrancárselas del todo. Pero, al menos, denunciándose a sí mismo, criticando sus privilegios y haciendo todo lo posible para convertirse en el aliado de las “minorías”, enviará la señal penitencial que se espera de él. Solamente así conseguirá reencontrar su humanidad, o al menos podrá tender a ello. Podrá además mostrar su gratitud a esas personas de las minorías que le hayan permitido caminar hacia su “desblanquización”.
La ola Woke parece llevárselo todo por delante. Pero es imprescindible plantear una firme resistencia. Y no se podrá hacer mientras no se logre desvelar su estrategia de manipulación del lenguaje, que nos introduce en un mundo paralelo, un mundo lleno de definiciones alternativas, que trunca la relación con lo real y nos obliga a ir evolucionando según los dictados de ideólogos acusadores que consideran que quienes les plantan cara merecen el destierro social: con razón se habla de cultura de la cancelación.
Esto implica también que no hay que contentarse con oponer a la ideología Woke una simple referencia al sentido común. Ante este impulso ideológico violento que ejerce una especie de hechizo sobre las nuevas generaciones (quienes a menudo no conocen otro lenguaje que ése y se socializan íntegramente a través de las redes sociales, donde lo Woke es dominante), es preciso volver a los principios fundamentales sobre los que se apoya la civilización que quiere aniquilar.
Opinión | Mathie Bock-Cote
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